Hacer de la política una profesión es ya, de por sí, una aberración. Una persona que no sabe hacer más nada que vivir a costa del erario público, se olvida lentamente de lo que significa todo esfuerzo ciudadano y toda realidad forzosa que viven los demás.
Ochocientos cuarenta y cinco miembros de la sociedad son electos cada cinco años para que representen la voluntad del resto que solamente los elige. Desde que comienza el ejercicio de sus cargos, pareciera que les sobreviene un mal endémico: el mal del poder. Una enfermedad que termina desahuciando en ellos todo rastro de lo que significaría ser parte de la sociedad.
En vez de verse humildes, más cargados de las responsabilidades de otros, parecen elevarse en pedestales por encima de todos los demás. Una vez que los ha mordido ya esa serpiente de los cargos públicos, se inocula lentamente en sus sistemas un veneno que los hace distanciarse de las realidades su pueblo, para encuevarse en ellos mismos, viviendo fantasías que no puede compartir el resto de los miembros de la sociedad.
Una vez electo a un cargo público, de cualquier clase o jerarquía, ya no tendrá por qué sufrir las realidades de otros; y el problema no es que no las viva más, sino que las olvide por completo. Esa tendencia a sepultar profundamente lo que fue, los hace resistirse por completo a la posibilidad de volver a ocupar el único cargo institucionalizado que se ocupa por el solo hecho de nacer: el del ciudadano. No querer ser ciudadano; allí está la causa del problema. Se olvidan cómo viste, cómo come, cómo vive aquel que, abrigando todavía esperanzas, tiene la nobleza de elegirlos, esperando los mejores días para su comunidad. Pero esas esperanzas son burladas, la mayor parte de las veces. Se acumula entonces esa frustración ciudadana, como en una botella cerrada al vacío, con la presión de un gas que no encuentra salida. Aún así, todavía se sorprenden los que han sido electos de que los estallidos sociales sean violentos e incontenibles, porque no perciben ellos mismos ser la causa primordial de esa reacción violenta.
Todo lo anterior también explica el por qué se toman decisiones gubernamentales que chocan luego francamente con las voluntades de las mayorías; y la causa es un total divorcio entre las realidades que unos pocos viven y disfrutan, y que otros muchos solamente sufren. Esa falta de protagonismo de los ciudadanos lleva a los distanciamientos tan profundos que vivimos hoy.
Los brotes y estallidos de ese descontento que de cuando en cuando explota, pudieron encausarse en un momento, pero cuando las heridas son ya tan profundas que se pierde la esperanza y fe en los gobernantes, el poder real desborda de su cause natural, causando estragos. Similar a la naturaleza, ese poder ingénito del, ha estado siempre allí desde que la naturaleza y el impulso gobernaba al hombre.
Nos hemos acostumbrado a ver al ser humano como un miembro pasivo y obediente de las reglas de la sociedad; pero cuando esas reglas ya no provienen de él, sufre alienaciones progresivas, siente una falta de apego a reglas que no reconoce como suyas. Algún día, tarde o temprano, termina por brotar violentamente el contenido de esa frustración. Erich Fromm nos habla del “homo consumens”; ese ser humano que ha sido la creación del mercadeo masivo, que consume lo que aborrece, viste lo que no quiere y hace lo que no le atrae, solo porque una fábrica de mensajería subliminal lo ha convertido en lo que las grandes industrias necesitan: una fuente de consumo de productos. Pensemos que algo similar pasa en política. Pensemos que quien aspira a cargos de elección debe necesariamente prolongar necesidades, falta de educación, hambre y miseria, falta de desarrollo, insalubridad crónica, oscurantismo y superstición. De esa forma crea el perfecto hato que solamente come, se reproduce y muere: el “homo electoris”; un ser humano concebido y mantenido en sociedad con un solo propósito: la extracción de su valioso voto, cada cinco años.