La palabra “criolla”, para mí, evoca el dulce artesanal, la chácara, la raspadura, el bienmesabe. Pero, cuando de política se trata, lo criollo es más profundo. Es esa inmersión en realidades que vivimos y que van mucho más allá de los sentidos y del recuerdo grato. Es el reconocimiento crudo de esos hábitos nocivos que a diario contemplamos, que estancan nuestra sociedad y que hacen progresar esas legiones de conversos a la religión del juega vivo, que eleva al sacerdocio la conducta del pillaje y latrocinio de la cosa pública, que entablilla la ventana de la sensibilidad social del hombre, privándola de toda luz de la empatía.
No seamos como eso ingenuos desafortunados, que abundan en las cunas moralistas que nunca pueden superar, que propugnan que el hombre es todo bueno y todo espiritual. Sin una dosis real de audacia mercantil y de sano emprendimiento, no estaríamos donde estamos hoy, en esta era de modernidad. Sin embargo, cuando esa audacia y esa falta de pudor que es típica de los negocios, contamina los acuíferos de la política, las cosas cambian. La agresividad del mercado se lleva entonces al plano del hogar social de convivencia; se pierde la consciencia de la solidaridad que debería tejer el bienestar de todos, sin que beneficie a nadie en lo particular. No se trata de si el político debe cambiar o no, como si fuera un tema de su discreción. Si no lo hace, por lo menos transitoriamente, durante el ejercicio de los cargos públicos, entonces los deforma y los empaña.
Por eso, ejercer un cargo público de naturaleza electoral -o derivado del poder- debería ser siempre sólo por espacios cortos, para que no se afiancen y engarroten las costumbres personales en medio los ejercicios transitorios del poder impersonal; para que jamás los puestos de gobierno -que no sean los de carrera- se le hagan a uno demasiado cómodos, tapizados con el terciopelo de los goces que son irrefrenables en el hombre cuando no los puede controlar.
La realidad es que los cargos en los cuales se delega el poderío colectivo deberían ser sumamente breves, para evitar que larvas de costumbre se lleguen a asentar en ellos, para que el que los ejerce sepa que allá afuera está esperándolo el recuerdo real de lo que debe ser por siempre: un ciudadano. Allí, siendo un ciudadano, que despliegue habilidades comerciales y ambiciones, que se vea teñido hasta los huesos por ese ánimo de lucro que es un engranaje formidable en los negocios; pero en su vida como funcionario público, por lo menos por un tiempo necesario, que abandone el saco de ambiciones ciegas y que se haga un ser excepcional. Entonces no sería jamás nuestra política criolla un ejercicio estéril, ni se confundiría el ejercicio público con la digestión, como se suele hacer.