En tiempo real, los sueños duran entre un par de minutos o hasta segundos, pero este se sintió como toda una eternidad. A los 14 años, tuve la peor pesadilla de mi vida. No fue el típico sueño con monstruos, persecuciones o un encuentro con fantasmas, pero el simple hecho de pensar que pronto llegaría nuevamente la hora de dormir me mantuvo nerviosa todo el día.
En mi sueño profundo me encontraba en un día normal, siguiendo mi rutina de aquella época en los pasillos de mi escuela. Mientras disfrutaba con mis amigas compartiendo risas, al abrir la boca para decir algo, no me salían las palabras. Trataba de hablar, pero no lograba sacar ni un solo sonido de mi boca. Me dolía la mandíbula y sentía las palabras atoradas en la garganta. Mis amigos hablaban como si nada, y ni siquiera se daban cuenta de mis esfuerzos desesperados para comunicarme. Estaba completamente silenciada, y a pesar de ser solo un sueño, fue una de las cosas más desesperantes que he sentido en mi vida.
Finalmente terminó, y me desperté de un brinco con el sonido de mi propia voz. El no poder hablar fue una tortura, y el hecho de haber vivido y sentido mi rutina de todos los días lo hizo mil veces más real y aterrador.
En aquel momento vivía la pubertad en todo su esplendor. En plena edad donde los pantalones de adultos se me caían y las todas tallas infantiles me apretaban. Un mundo lleno de presión de grupo, estrés escolar y cambios hormonales. Un ambiente confuso donde irónicamente te toca encontrar quien eres. Con tanto pasando en mi cabeza, mi cuerpo y mi alrededor, cada desacuerdo entre amigas o situación incómoda se volvía agobiante. Como típica adolescente, sentía que los adultos no me entenderían, así que prefería quedarme callada.
Esta pesadilla me abrió los ojos a la situación en la que me encontraba mentalmente. Estaba llena de estrés, problemas de autoestima, confusión y cargaba incontables palabras atoradas en el pecho. Todos en algún punto de nuestra adolescencia nos encontramos con guerras internas. En mi caso, prefería sufrir en silencio que “incomodar” a alguien con mis sentimientos e inseguridades. Tenía muchas cosas que decir y muchas opiniones que dar, pero por miedo a que me critiquen y no me entiendan prefería guardarme todo.
Vivía abrumada tratando de huir de mis pensamientos, hasta que descubrí la mejor forma de enfrentarlos. Una manera donde no me sentiría juzgada, mis secretos estarían bien guardados y lograría entender todo lo que pasaba por mi cabeza.
Me tocó hablar conmigo misma. Canalicé mi estrés, dolor, rabia y confusión con un lápiz y un papel.
Para entender lo que uno siente, uno debe definir ese menjurje de emociones que lleva dentro, y al tenerlas separadas ya se puede hacer algo al respecto.
De aquí en adelante, trataba de ver todo ese estrés y ansiedad como mis defensores, no mis enemigos o mis victimarios.
Me tomó tiempo descifrar que ese nudo en la garganta y dolor de estómago que se me presentaban cada vez que algo negativo o impredecible pasaba era mi cuerpo defendiéndome y abriéndome los ojos.
“Esta situación no me gusta.”
“Esta “amiga” me hace sentir mal.”
“No me merezco sentirme así.”
“Esto me quita mi paz.”
Con estos dolores, recibo la señal que es hora de escribir para descifrar el por qué de sus llegadas.
Aparte de calmarme en el momento, al empezar a escribir me di cuenta de muchas cosas. Con mi escritura no solo estaba definiendo mis emociones, sino también mi identidad.
La secundaria es un ambiente hostil, donde la mayoría de los estudiantes se comportan como ovejas de un rebaño por miedo a no encajar. Tomando esto en cuenta, la adolescencia de toda mi generación y las que nos siguen, son un poquito diferentes. Instagram se viralizó cuando tenía 9 años recién cumplidos. Crecimos en un ambiente donde todos aparentan ser perfectos en las redes sociales, y esa combinación de estrés adolescente con cero privacidad es un campo de batalla.
Nos la pasamos publicando nuestras vidas en redes sociales como si fuésemos perfectos, y es raro encontrar a alguien que no le dé miedo decir lo que piensa y que se muestre al mundo con autenticidad. ¿Entonces, al final del día nos conocemos a nosotros mismos o somos un reflejo de el “que dirán” y de opiniones ajenas? ¿Realmente sé quién soy? ¿Estoy siendo la versión más real de Daniela o solo estoy siguiendo a las demás ovejas del rebaño? Al escribir para mí, expreso absolutamente todo lo que pienso; todo lo que nunca me atrevería a decir en alto. Descubrí mis propias formas de pensar, definí mis sentimientos aglomerados, celebré mis logros y aprendí de mis derrotas.
Escribir mis emociones me cambió la vida, por eso siento necesario compartir esta fórmula secreta en honor a una adolescente frustrada.
Daniela