En marzo de este año, publiqué mi libro, Mía, suya, tuya, narrando mi historia desde el momento de la desaparición de mi mamá, luego mi adolescencia en negación de mi duelo, a mi supuesta sanación a los 25, y de mi real sanción en el proceso de escribir dicho libro. ¡Y se sintió enorme! Ha sido el acto más valiente y significativo de mi vida. Todo lo que vino después de su publicación ha sido ganancia, porque el libro en su creación, se pagó y se dio el vuelto.
Y, para mi sorpresa, se sigue pagando, sobre todo en vínculos, porque cada vez que alguien me escribe para compartirme su historia o alguna reflexión, siento un hilo que se ata desde mi corazón hasta el suyo. No lo he podido definir aún, pero ocurre algo mágico, y nos hacemos uno en la experiencia humana de atrevernos a sentirlo todo, aun con miedo. Mi historia se hace tuya, y la tuya mía.
En el corto camino desde marzo hasta ahora he recibido todo tipo de historias; conmovedoras, chistosas, de época y de las más atroces. Pero hubo una, ni triste ni atroz, que fue la que me llegó más profundo y me envió por este espiral de sobre análisis del camino de maternar.
Una amiga me dijo: “Anamari, te tengo que decir, lo que más me conmovió de tu libro fue conocer el amor de un hijo por su madre. ¡Ojo, yo soy hija! Pero nunca había observado mi amor por ella con tanto detenimiento. En mi experiencia como madre, no me he sentido particularmente adorada por mis hijos… ¡Lo normal! En mi interior, sin darme cuenta, pensaba que ellos me daban por sentado. Pero en tu libro entendí que nos aman tanto, tanto, que no lo pueden ver, porque como escribes, es un amor que habita el espacio como el oxígeno.
Este comentario me impactó porque no lo había visto desde ese ángulo. Kathia, mi mamá adoptiva, ya me lo había advertido: “Anamari, tú crees que a ti solo te van a leer las Anamaris del mundo, y no, también te leerán madrastras y papás tratando de rehacer su vida. Y ahí se te voltea la tortilla porque la villanita serás tú”, mientras se reía. Y tuvo razón. He recibido interpretaciones tan variadas, que he terminado aprendiendo un sin fin de mí, y de la experiencia humana, sobre todo de la experiencia de ser mamá e hija. Te quiero compartir las cinco que más retumban en mi presente:
Primero, está la cuestión de la relación con nuestros hijos y lo que necesitan de nosotros. Aquel comentario del amor de hijos me recordó un evento para padres que facilitamos el último año de mi campamento, Camp Wandú. Los padres comenzaron quejándose de cómo “nadie valora todo lo que hacemos por nuestros hijos”. Se les iba la vida organizando eventos y planes, la ida al cine, el viaje, el grupo de amigos, el paseo, el cumpleaños con bombos y platillos, solo para darse cuenta de que en verdad nadie los valora, ¡porque nadie se los ha pedido! La conclusión dolorosa fue que sus hijos lo que realmente necesitan y quieren, es tiempo de calidad con ellos y límites respetuosos: “Él solo quiere que vayamos juntos al área social del edificio, sin el teléfono, solo quiere mi presencia absoluta”. He concluido en este camino de organizar estos planes espectaculares que estos compromisos inventados son más para complacer a la sociedad, que a nuestros hijos. Ellos no necesitan mucho.
Entiendo que queremos darles experiencias que se conviertan en recuerdos. Lo interpreto como mi atracción por una camiseta en una tienda. Me llama la atención la serigrafía en el pecho y por ello la quiero comprar, pero la realidad es que lo que me llevo realmente es la camiseta misma, porque me abriga, me contiene, no es el diseño sino su tela, es el tejido minucioso lo que uso y agradezco.
En uno de los primeros capítulos de mi libro, pinto la escena de cómo era un día normal, pre tragedia, en mi casa compuesta por cuatro hermanos, dos padres amorosos y un perro arrepinchoso. Me sorprendió al escribirlo, que no recordaba ni una mañana en particular de mi infancia, sino que las recordaba todas como una sola. Y eso fue mi infancia, mis referentes de amor, apego, seguridad; lo que formó la estructura ósea de mi ser, el esqueleto que me medio sostuvo cuando llegó la tormenta a mis trece.
Y este tema de lo que “deberíamos” darle a nuestros hijos, me lleva a mi segundo aprendizaje, y es el del merecimiento. Alzo mi voz al cielo porque todos los “deberías”, se vayan a la basura. Perder a mi mamá me dio una brutal mirada de lo efímera que es la vida y, como consecuencia, soy muy consciente de la importancia de bailármela bien bailada. La experiencia humana es un regalo divino y debe ser gozado, ¡bien gozado! El coro social dicta que la prioridad son solo los niños en cuanto salen del vientre. Y al inicio caí en la trampa de ser la mamá echa un trapo con un crayón saliéndole del cabello que nos vende la tele gringa, porque entre más bruta, ciega, sordomuda, mejor mamá. Pero ya decidí que no soy más ella, decidí que entre más feliz soy, mejor mamá soy. Decidí hacer del gozo prioridad en mi experiencia de maternar. ¿Que si lo logro siempre? ¡De ninguna manera! Y de eso se trata sostener una intención. Cuando hago planes decido uno que disfrute yo con ellos, y al final gozamos todos porque nos hacemos espejo de disfrutar la vida.
El placer se ha vuelto mi nuevo dogma. Desde que pude observar cómo el placer resulta en vida y creación (nótese cómo se hacen los niños), entendí que la realidad es al contrario de como me enseñaron: Primero agotarme haciendo y creando, y como resultado merecer las horas sola en el parque. Ahora lo vivo al revés y me salen arcoíris por las orejas. Mi nueva intención es primero gozar, recargar mi ser, y de ahí la inspiración para lograr todo mi hacer.
Y si puedo echarle una palada más de tierra al “debería”, con mi más reciente aprendizaje de cómo impacta negativamente a nuestros hijos, caigo directo a mi tercer punto: La culpa. Los “debería” nos generan culpa porque no logré los estándares soñados: tiempo suficiente, celebración suficiente, crianza consciente suficiente, siga, siga, culpa y culpa. Esto lo aprendí a través de la observación de nuestro maravilloso profesor de música, cuando notó cómo parecíamos pedirle permiso nuestros hijos para poner los límites firmes que nuestros hijos necesitan: “Hijo, será, que, por favor, no, por favor, no, hagas, eso”. Nos habló de la importancia de actuar desde la seguridad del amor y con su explicación decidí entrevistarlo para mi podcast, Con intención, para ahondar más en el tema. En su entrevista me explicó a profundidad cómo la culpa se vuelve aún más peligrosa cuando, inconscientemente, comenzamos a compensar por aquello en lo que en nuestra mente “fallamos”, por aquel grito, falta, ausencia, o cualquier otra acción de la que nos arrepentimos. El riesgo viene cuando damos desde el “te debo” en lugar de desde la pureza del amor. La acción puede ser la misma: un paseo o un helado juntos, o un llamado de atención. Pero si viene desde un lugar de compensación, de “te debo”, en lugar del gozo por la actividad o de corregir desde el amor, estamos en riesgo de que nuestros hijos inconscientemente lo reciban desde el “me debes”, y de esta manera comenzamos un ciclo de crianza que alimenta actitudes merecedoras y desagradecidas. Es una línea muy sutil, como tantos otros temas en la experiencia de criar. Y ahora logro cada vez más marcar esta línea al afianzar mi intención: Ser y hacer desde el amor, el gozo por la vida y la paz para todos.
Al nacer mis hijos, con cada uno, nació otra versión de mí y escribiendo la tercera parte de mi libro, aprendí que ser mamá de este par me invita más a criarme que a criarlos, lo que me lleva a mi cuarto punto: Entre más me amo, más los amo y más se aman ellos mismos. Ellos crecen observando lo que hago, no escuchando lo que digo, y esta es mi mayor inspiración a ser mi mejor versión. Antes de ser mamá me cuidaba peor que a un cactus, por lo que la experiencia me ha transformado completa. Antes, no estaba segura de si quería ser mamá, pero al decidir que sí, jamás imaginé la profundidad de este viaje divino.
El comentario de mi amiga que incitó mi espiral de sobre análisis me invita a circular de regreso para mi último punto. El amor que nuestros hijos no nos están demostrando de maneras obvias no solo está ahí, sino que sin plena conciencia de ello, agradecen la seguridad del nuestro. Es la base sobre la que pisan para ir a comerse el mundo. Y, como me enseñó perder a mi mamá a los trece años y aún pedirle, y sentir, su mano cuando la necesito, ese amor existirá para toda la vida. Este camino de ser el contenedor de su crecimiento y evolución trasciende nuestra vida. Mi mamá está siempre conmigo, y ahora entiendo que así estaré siempre yo para mis hijos.
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