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SOBRE LA TEORIA DEL RIESGO IMPREVISIBLE O EXCESIVA ONEROSIDAD EN LOS CONTRATOS

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En nuestro sistema, la seguridad jurídica parece estar blindada por el principio sólido, y aparentemente inconmutable, del “pacta sunt servanda”, conforme al cual los contratos están para cumplirse. Tal principio ha quedado recogido en el Artículo 976 del Código Civil, que dispone que las obligaciones que nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes y deben cumplirse al tenor de los mismos. Sin duda, la fortaleza de ese principio, materializado en una norma, hace que las obligaciones derivadas de los contratos se mantengan inmutables, libres del asecho de la perturbación. Sin embargo, ¿qué pasa cuando sobrevienen circunstancias no previstas, como catástrofes globales, conflictos bélicos o, más puntualmente, una pandemia como la que actualmente vive el mundo? La inflación se ha hecho endémica, el desempleo es rampante, los índices de crecimiento de pobreza se disparan, las economías se desploman; ¿no son esas circunstancias que, dentro de un contrato, jamás se hubiesen podido prever? La capacidad de pago de la mayoría de los comerciantes, y no comerciantes, se ha disminuido sustancialmente. Para comprobarlo, basta sostener conversaciones con cualquier mortal de nuestra sociedad. Sin embargo, las entidades bancarias, que son la principal fuente de endeudamiento de las personas, parece desplegar una insensibilidad épica y se aferra y se recoge dentro de los muros altos del “pacta sunt servanda”. Es decir, las deudas bancarias parecen tener la condición especial de que no se asimilan ni comprenden la realidad actual de los deudores, por factores completamente externos a su voluntad. Muchos simplemente no podrán cumplir sus compromisos como lo hacían antes del advenimiento de pandemia; la contraprestación se ha vuelto demasiado onerosa para ellos, por las circunstancias actuales. Para esto hay un remedio de tipo legal, que los bancos tendrán que empujarse como píldora indeseable. Los jueces pueden en estos casos decidir que la prestación de una de las partes, es decir la obligación de pagar, resulta excesivamente onerosa y, con base en ese hecho comprobable, resolver el contrato, dejarlo sin efecto o existencia jurídica. Nos referimos a la figura jurídica, recogida en los Artículos 1161-A, 1161-B y 1161-C del Código Civil.

 

No se trata de desentrañar aquí argumentos que perturben la seguridad jurídica, sino más bien de obligar a los acreedores, especialmente a los bancos, a sentarse en la mesa de negociación y modificar equitativamente las condiciones de pago, adecuándolas a las posibilidades reales del deudor que actualmente se encuentre en condiciones reales de estrangulamiento económico.  Hoy, por una desafortunada circunstancia del destino, se pone a prueba nuestro propio sistema para develar si en realidad es solo legal o si también es justo, o si podría ser ambos a la vez. Cientos de personas han sido empujadas al umbral de la necesidad económica y no podrán cumplir, por el momento, con otros cientos de acreedores que a diario los persiguen para que honren las obligaciones pactadas. Pero las realidades que vivimos mundialmente hacen de estas circunstancias hechos únicos, imprevisibles, similares en muchos aspectos a las grandes guerras mundiales del pasado, que dejaron huecos muy marcados en fibras económicas de las naciones y que solo poco a poco fueron superados, con la colaboración de todos por igual. En esta transición difícil, las naciones deben cooperar por dentro como uno sólo. En estos momentos no vale, para los bancos, ser alegres socios en la prosperidad y acreedores inescrupulosos en la adversidad. Estamos navegando un mismo barco, y si hace agua por alguna parte de su casco, entonces toda la tripulación y pasajeros, por igual, están en la presencia muy posible de un naufragio compartido. Lo primero, entonces, debería ser el advenimiento y el consenso, que permita equilibrar las cuentas entre los deudores y acreedores, hasta que la economía alcance nuevamente el nivel justo de normalidad.

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