El hombre sometido a un proceso penal se ve, por fuerza, despojado de su individualidad; queda como un engranaje muy pequeño dentro de una gigantesca y ruidosa maquinaria que se denomina “la vindicta pública”. Una sociedad impersonal lo muele y lo convierte en polvo fino dentro de las ruedas impasibles de una justicia humana imperfecta. El sistema despoja al hombre de su significancia individual y lo suma a los listados largos de estadísticas de la criminalidad, haciendo de su carne una palabra escrita y de su espíritu una aspiración que ya no puede realizar tan plenamente en el curso del encierro.
El maestro Carnelutti nos expone, de manera cruda, las miserias del proceso penal, en su obra titulada así (Las Miserias del Proceso Penal); nos enseña cómo el imputado es reducido a condiciones por debajo de la bestia de carga, a la que por lo menos se le aprecia y se le tiene alguna consideración. Los tiempos han cambiado desde Carnelutti; pero el hombre no. El sistema, enriquecido hoy con la algún nivel de humanidad poética, sigue siendo de cadena, de tortura anímica, de masificación impersonal de la justicia. Bastan ya las horas de su reclusión para desatar en ese reo una tormenta de arrepentimiento y reflexión, la mayor parte de las veces; pero el sistema añade algunos otros fardos a la carga, como la clara falta de interés en la persona, el abandono y el olvido por parte de la sociedad entera, el trato crudo y el desprecio. Entonces, el privado encuentra una camaradería en el resentimiento hacia la sociedad, que comparte con la mayoría de los reclusos; una sociedad que lo coloca a veces en una miasma de existencia, sin expansión para el espíritu, sin ambición intelectual, sin el cultivo cuidadoso de emociones hacia los demás. A pesar de toda esa negrura antes expuesta, hay algunos irresponsables que -cuando las cosas no les salen bien- pretenden criminalizar el acto contractual, el genuino acuerdo de voluntades, para que también el contratante se vea expuesto a los suplicios del proceso penal. A sabiendas de que medió un acuerdo de voluntades, que se rige a plenitud por la legislación civil o de comercio, algunos insisten en buscar reparación de daños recurriendo a los procesos de tipo penal, simulando la comisión de hechos punibles donde en realidad hubo solo actos jurídicos, acuerdos de voluntades, y donde debería persistir únicamente ese principio de seguridad jurídica de los contratos, que resultan como ley entre las partes contratantes.
Infinidad de veces, y por dolo manifiesto del letrado o por ánimo de lucro sin control, se llevan los casos a una esfera penal en que no caben. Un sistema que no está diseñado a respetar el individuo, sino más bien en ser una cadena de procesamiento para el producto inacabado de las reparaciones colectivas por los males que se le ha causado a la sociedad. Un sistema que sufre de la amnesia de ese hecho de que, por falta de formación temprana, es la sociedad la que hace al hombre y no el hombre a la sociedad. A la luz de un fino microscopio para el detenido análisis, se encontrarán las causas materiales y primarias de la criminalidad, que puede incluso remontarse a esa gestación temprana en vientres de madres que sufren del flagelo de adicciones químicas, o a ese primer año de vida infantil del transgresor, en que la falta de una lactancia adecuada puede marcar el desarrollo intelectual del individuo de manera permanente, con secuelas de por vida. Si además de las falencias del sistema conocido ya, actúan algunos como cómplices al sumar causas, civiles en esencia, al proceso penal, con posibilidades reales de someter al inocente a las miserias que podría enfrentar, entonces estamos ante un hábito que debería ser reprochado por la sociedad y condenado mucho más rigorosamente por el propio Código Penal.